“No siempre los aliados comparten ideales. A veces, lo único que tienen en común es el silencio que los protege.”
El jueves 10 de julio amanecía con un aire más pesado de lo habitual en La Promesa. El calor no era solo cosa del clima andaluz. Las paredes del palacio respiraban conflicto, y entre sus muros, la tensión parecía aferrarse a los techos como telarañas invisibles.
En la galería del ala este, Leocadia observaba con ojos endurecidos cómo Ángela pasaba junto a Curro, sus pasos sincronizados, sus voces apenas un susurro. No necesitaba escuchar. Sabía lo que se estaban diciendo. Y sabía también que cada día que la joven permanecía en el palacio, su control sobre los hilos del servicio se debilitaba.
Pero lo que Leocadia no esperaba era la reacción airada de Lorenzo. Su hijo, visiblemente alterado, la enfrentó en uno de los pasillos cercanos al salón. “Te lo advertí”, dijo él, con el ceño fruncido. “Si no se va, no podré dar la cara ante el marqués. Y tú… tú me estás dejando solo.” Leocadia no respondió de inmediato. Lo observó como si fuera un extraño. Y cuando habló, su tono fue cortante: “Yo no estoy aquí para protegerte de las consecuencias de tus errores. Tú metiste la pata, tú pides perdón.”
Esa ruptura silenciosa fue más elocuente que cualquier grito. Una grieta entre madre e hijo. Una grieta que solo puede ensancharse.
Mientras tanto, Catalina y Alonso vivían su propio conflicto. Él quería actuar de inmediato contra el varón de Valladares, pero ella tenía otro plan. Uno más sutil. Uno que no incluía escándalos, sino estrategia. Le pidió tiempo. Le pidió confianza. Lo que no sabía Alonso era que su hija ya había empezado a mover sus piezas.
En el servicio, Cristóbal Ballesteros imponía su ley. El nuevo mayordomo no solo revisaba despensas y reorganizaba turnos. Estaba haciendo algo más profundo: evaluando almas. Y la que menos confianza le inspiraba era la de Santos. El joven, apenas reincorporado, no lograba demostrar solidez. Su trabajo era torpe, su actitud ansiosa. Cristóbal no lo perdía de vista. Y si alguien pensaba que Ballesteros era capaz de perdonar, se equivocaba profundamente.
Y como si no fuera suficiente, el mayordomo ahora empezaba a cuestionar a Catalina. Su presencia constante en la planta de servicio —que antes se percibía como compromiso— ahora le parecía una intromisión. ¿Qué buscaba realmente la marquesa entre criadas y cocineros? ¿Influencia? ¿Información? O algo peor: ¿alianzas?
En el otro extremo de la finca, en el hangar, la tensión también volaba bajo. Enora brillaba, pero no para todos. Toño empezaba a mirarla con ternura. Pero Manuel, en cambio, cada día más lejano, parecía alérgico a cualquier conexión emocional. A ello se sumó una visita envenenada: Leocadia fue a buscar a Enora y no ocultó su rechazo. “Tú no perteneces aquí”, le dijo con frialdad. “Tu presencia altera el equilibrio de esta casa.” Enora, aunque se mantuvo serena, sintió la puñalada detrás de esas palabras.
Y en casa de los duques de Carril, la frustración aumentaba. El joven López veía cómo su investigación se estancaba, las respuestas no fluían, las puertas se cerraban. Pero entonces, don Gonzalo recibió una visita inesperada. Nadie sabe quién fue… pero lo que le dijo podría reactivar todo lo que parecía muerto.
La calma en La Promesa es solo una ilusión. Las lealtades se fracturan, las estrategias se multiplican y cada personaje parece tener su propio tablero de ajedrez. La única pregunta es: ¿quién dará el jaque mate primero?
¿Crees que Leocadia protegerá a Lorenzo hasta el final… o ya ha elegido otro bando?