La mañana del 9 de julio amaneció espesa, como si el aire mismo se negara a respirar. La Promesa temblaba bajo una presión invisible, una combinación letal de secretos, traiciones y silencios a punto de explotar. En medio de esa calma falsa, un hecho lo trastocó todo: Esmeralda desapareció sin dejar rastro.
Curro, el primero en notar su ausencia, sintió un vacío seco en el pecho. Nadie supo decir cuándo fue vista por última vez. Solo se sabía que, tras una conversación privada con él, se desvaneció. Ni un ruido. Ni una pista. Solo la inquietud de que algo terrible había ocurrido. Y mientras él la buscaba desesperado, Vera, decidida, dio un paso al frente y tomó una decisión arriesgada, posiblemente ilegal. Pero en ese palacio, ya no quedaba espacio para el miedo.
Mientras tanto, otra batalla estallaba en la planta noble. Catalina se enfrentó al varón de Valladares con un orgullo que rozaba la temeridad. Lo desafió en su propia cara, negándose a ceder ni un solo palmo de tierra. Pero su acto de valentía tuvo un precio: el varón salió del salón jurando destruir a los Luján. Y Martina, que observó todo desde las sombras, no tardó en estallar. Acusó a su prima de soberbia, de arruinar lo poco que quedaba. La riña entre ambas rompió cualquier puente. Ya no eran aliadas: eran polos opuestos de una misma caída.
En el hangar, otro tipo de alianza nacía. Manuel, Enora y Toño trabajaban con una sincronía que parecía ajena al caos de los salones. Enora brillaba. Sus ideas eran brillantes, su mirada aguda, y Toño la miraba con una admiración que Manuel no podía ignorar. Por un instante, el joven Luján sintió una punzada de celos. ¿Era profesional o algo más? No lo sabía, pero la armonía entre ellos comenzaba a inquietarlo.
Y como si el destino no estuviera satisfecho, Santos regresó, inesperado, silencioso… cargado de intenciones que aún no se revelaban. Su mera presencia desató murmullos en la cocina. Nadie entendía por qué había vuelto. Nadie sabía si era aliado o amenaza.
Pero la gran detonación llegó de la mano de Cristóbal Ballesteros. Ante la mirada de todos, flanqueado por una Leocadia triunfante, se presentó como el nuevo mayordomo jefe. Su voz metálica, sus palabras sin afecto: “Mis órdenes serán ley. Se acabaron las laxitudes.” Fue una sentencia. Ricardo, destituido de forma cruel, solo pudo bajar la mirada. La traición era total.
El servicio entero lo miraba con lástima, pero también con miedo. La era de la humanidad había terminado. Empezaba la era de la vigilancia. De la frialdad. De los pasos contados. Y mientras unos callaban, Pía habló: “Esto no ha sido decisión del marqués. Es obra de doña Cruz.” Su análisis fue certero. Y sus ojos, más alerta que nunca.
Todo en La Promesa está a punto de romperse: amores, lealtades, cadenas de mando. Esmeralda sigue desaparecida. Catalina ha abierto un frente de guerra. Ricardo se hunde en el silencio. Santos ha regresado. Y en los ojos grises de Cristóbal brilla el reflejo de un nuevo régimen.
¿Alguien saldrá ileso cuando todo estalle? ¿Dónde está Esmeralda… y qué será de Curro si no la encuentra jamás?