«Os presento a don Cristóbal Ballesteros».
Con esas palabras, el marqués Alonso selló la mayor humillación pública vivida en La Promesa. El gran salón, lleno de criados esperanzados, se congeló. Todos esperaban ver a Ricardo Pellicer tomar el puesto de mayordomo jefe. En cambio, la puerta se abrió y entró un extraño. Frío como el mármol, rígido como el protocolo militar, y con una mirada gris que juzgaba sin pestañear.
La sorpresa fue tal que ni siquiera hubo protestas. Solo un silencio pesado. El tipo de silencio que aplasta el pecho, que transforma la decepción en algo casi físico. Ricardo, el hombre que había servido con fidelidad, que conocía cada piedra del palacio, quedó inmóvil. No dijo nada. No podía.
Pero su rostro lo dijo todo: devastación. No por ambición, sino por traición.
Horas antes, el ambiente ya anticipaba tormenta. En las cocinas, en los pasillos, en las miradas cruzadas del servicio. Todos sentían que algo se acercaba, pero nadie imaginaba que sería un golpe tan cruel. Alonso y doña Cruz, con solemnidad fingida, anunciaron que el cargo no iría para quien todos daban por hecho. Un desconocido traído del exterior, sin historia en el palacio, tomaría las riendas.
Para muchos, fue una decisión incomprensible. Para otros, una clara jugada de poder. Y para Pía, la gobernanta, fue algo más: una declaración de guerra. “Esto lleva el sello de doña Cruz por todas partes”, dijo con la mandíbula apretada. “No ha sido decisión del marqués. Ha sido una imposición.”
En las cocinas, la indignación estalló como pólvora. Lope golpeó la mesa con el puño. Candela temblaba. Simona no podía ocultar las lágrimas. Pero nada fue tan doloroso como ver a Ricardo marcharse con la mirada vacía, como un fantasma que ya no pertenece a su mundo.
Y mientras tanto, Cristóbal comenzaba su reinado. Sin empatía. Sin respeto. Sus primeras palabras fueron una amenaza velada: “No tolero la desidia ni la insubordinación. Mañana revisaré todo personalmente”. Ni un “buenos días”. Ni una pizca de humanidad.
Esa noche, Ricardo se encerró en su habitación. No dijo nada. Solo se sentó en la cama, cabeza entre manos, y por primera vez en años… lloró. No por el cargo, sino por la sensación de haber sido borrado, de que tres décadas de servicio no habían significado nada. La Promesa era su casa. Su vida. Y ahora, lo trataban como un mueble viejo.
Pía intentó consolarlo. Lo llamó “canallada”. Le recordó que su trabajo tenía valor. Que la lealtad no se compra ni se sustituye. Pero las palabras, por más nobles, no llegaban al corazón herido.
Entonces, cuando ya nada parecía tener sentido, una visita inesperada trajo un soplo de aire entre tanto dolor: Inés, su hermana. Sonriente. Vivaz. Todo lo contrario a su hermano apagado. Su presencia puede significar algo más que un reencuentro familiar… podría ser el inicio de la reconstrucción de un hombre roto.
Porque en La Promesa, nada es para siempre. Ni el poder, ni la injusticia… ni el silencio.
¿Será Ricardo capaz de levantarse otra vez? ¿Y quién está realmente detrás de Cristóbal Ballesteros? ¿Es esta la jugada maestra de doña Cruz… o el principio de su caída?