“¡Tendrás que disculparte tú con él!” — esas palabras, pronunciadas por Leocadia a su hija Ángela, marcan un antes y un después. No fue un error de juicio. Fue un acto de traición. Un acto que evidenció no solo la frialdad de una madre, sino su absoluta desconexión con el dolor de su propia sangre.
En el capítulo más reciente de La Promesa, la figura de Leocadia ha tocado fondo. Lejos de proteger a su hija ante el acoso y abuso de Lorenzo, elige alinearse con el agresor. La escena en la que obliga a Ángela a disculparse con el marqués de Andújar no es solo impactante: es imperdonable. No se trata de una madre intentando poner orden, sino de una mujer más preocupada por las apariencias y el qué dirán que por la dignidad de su hija.
Pero Leocadia no está sola en esta negligencia emocional. Alonso, el marqués, se limita a un tímido “no le presiones tanto”. Una frase vacía, sin peso, sin consecuencia. El mismo Alonso que una vez fue el pilar de una familia, ahora no es más que un espectador pasivo de su propia casa, incapaz de defender lo más básico: la integridad de su hijo y de su entorno.
Frente a ellos, Manuel brilla. Diplomático, sereno, pero firme. La manera en la que se niega a asistir al encuentro organizado con la hija de la duquesa de Cerezuelos es todo lo que un hombre de principios haría. Y lo hace sin alzar la voz, sin violencia, solo con convicción. Si bien su respuesta es moderada, su rechazo es rotundo. Lo que no fue Alonso, lo está siendo Manuel.
El contraste es inevitable. Mientras Leocadia condena a su hija, evocamos inevitablemente a Cruz. La misma Cruz que, en su tiempo, defendió con uñas y dientes a Petra de un abuso similar. Aquella Cruz, a pesar de su dureza, jamás permitió que se lastimara a alguien que estaba bajo su protección. Sacó a Petra del infierno, la protegió, incluso cuando Petra solo era una simple fregona sin voz ni derechos. Cruz se enfrentó a su padre, al barón, usó sus joyas, sus influencias, y hasta su espada para poner fin a una injusticia. Esa era Cruz. Lo que no es —ni será— Leocadia.
Y mientras esta línea divisoria se hace cada vez más nítida, asistimos a los últimos momentos de Rómulo. Su escena con Petra fue un adiós no declarado, cargado de reproches, pero también de verdad. “Usted es una amargada”, le dice, sin filtro. Porque lo que Rómulo dejará tras de sí es respeto. Lo que Petra conservará es su amargura. Un duelo silencioso que duele por lo que significa: el fin de una era.
Por otro lado, Lorenzo… Lorenzo da miedo. Su escena con Ángela, que apenas comienza en el avance, ya muestra señales de algo oscuro. El tono, la agresión, la tensión en su cuerpo. Todo apunta a que el personaje ha cruzado la línea y está dispuesto a todo. El peligro es real. La amenaza, palpable.
Y mientras todo esto se desmorona, una nueva figura aparece: la duquesa de Carril, interpretada por Rocío Muñoz-Cobos, que vuelve a la serie para complicar aún más el ajedrez aristocrático. Su llegada, junto a la trama que rodea a Gonzalo de Carril, promete sacudir aún más las estructuras del palacio.
Pero por hoy, lo que queda es amargura. La de Petra. La de Ángela. La nuestra como espectadores. Ver a una madre fallar tan rotundamente, ver a un padre mirar hacia otro lado, y ver a una joven víctima quedarse sola ante el juicio de todos, es un puñetazo en el alma.
¿Puede una madre redimirse después de traicionar a su hija así? ¿Leocadia merece perdón? ¿Y Alonso? ¿Tiene aún autoridad moral como marqués o ya lo ha perdido todo?