“No pueden despedirme… y ahora, van a pagar por todo.”
La voz de Petra resonó como una sentencia en los pasillos silenciosos de La Promesa, cargada de seguridad y venganza. Lo que comenzó como una expulsión humillante se convierte ahora en el regreso más explosivo de la temporada.

Petra Arcos, durante años símbolo de disciplina y dureza, vuelve a cruzar el umbral del palacio con una mirada afilada y una verdad bajo el brazo: su despido fue ilegal. Una cláusula olvidada en su contrato le otorga inmunidad frente a la decisión de Catalina. Y con esa revelación, todo el equilibrio de poder en el palacio comienza a resquebrajarse.

La escena es electrizante. Los criados, sorprendidos, se detienen en seco al verla aparecer. Algunos bajan la mirada por respeto, otros se la quedan mirando, incapaces de ocultar el desconcierto. Petra, sin prestar atención a los cuchicheos, camina firme hacia su antiguo puesto. Ya no es solo una empleada. Ahora es un enigma con poder en sus manos.

Catalina, la marquesa que decretó su salida, intenta contener el caos. Declara con firmeza que su decisión no cambia. Pero Petra no necesita su aprobación: lo que tiene en las manos es legal y vinculante. Y en medio de la tensión, lanza una frase que hiela la sangre: “He vuelto. No para servir… sino para ajustar cuentas.”

Mientras tanto, Leocadia se retuerce entre las sombras. Desde la caída de Petra, se ha movido con soltura por los pasillos del poder. Ha tejido redes de influencia, ha seducido con palabras dulces a los nobles y ha construido su imagen de mujer indispensable. Pero la reaparición de Petra amenaza con hacer estallar toda su estrategia.

La conversación que mantiene con Alonso, el marqués, es tensa. Ella intenta convencerlo de que Petra nunca debió marcharse, disfrazando su interés personal como preocupación por el orden del servicio. Pero Alonso, sabio y cansado de manipulaciones, no cede. Leocadia, sonriendo por fuera pero furiosa por dentro, comprende que su mayor error no fue traicionar a Petra… sino no destruirla del todo.’

Ya en sus aposentos, Leocadia se reúne con Lorenzo, su aliado cínico. Él le advierte sobre los riesgos de jugar con fuego. Petra es impredecible, tiene memoria, y sobre todo, tiene razones. Pero Leocadia, soberbia, no escucha. “La usaremos. Como escudo, como cebo. Y cuando ya no sea útil… la desechamos.”

Lo que Leocadia ignora es que Petra ya no es la misma. El tiempo fuera del palacio le ha servido para ver, para escuchar, para planear. Y lo que ha preparado no es una simple revancha: es una declaración de guerra. Tiene pruebas, tiene nombres, y sobre todo, tiene la determinación de derribar a quien se atrevió a hundirla.

En su habitación, Petra despliega documentos, cartas, confesiones. Su mirada no tiembla. Su voz, cuando se dirige a una María Fernández desconcertada, es clara: “Yo no destruí al padre Samuel. Pero sé quién lo hizo. Y lo voy a demostrar.”

Los rumores empiezan a multiplicarse. En las cocinas, en los lavaderos, en los pasillos de mármol. Todos temen lo que se avecina. Algunos esperan justicia. Otros, solo desean que el palacio no arda. Pero Petra ha vuelto para cambiarlo todo.

Ya no es la gobernanta temida. Es la mujer que sobrevivió al exilio… y regresó para cobrar su deuda.

¿Será Leocadia lo suficientemente astuta para sobrevivir al vendaval que se avecina? ¿O ha despertado a un enemigo que no podrá controlar jamás?