“No puedo casarme sin decir la verdad. Y tú, Leocadia, llevas demasiado tiempo escondiéndola.”
Así, con voz firme y mirada ardiente, Rómulo detuvo su boda. Ante el estupor de todos los presentes, el mayordomo de La Promesa pronunció las palabras que nadie esperaba. Lo que debía ser un momento de amor se convirtió en el escenario de una revelación que cambiaría la historia del palacio.
Durante días, Rómulo había caminado por los pasillos del palacio con un aire melancólico. Cada rincón le hablaba de sus años de servicio, de las noches silenciosas, de los secretos que había guardado por lealtad. Pero también, de los errores que había permitido por omisión. Ahora, a las puertas de su nueva vida junto a Emilia, comprendía que no podía seguir adelante sin hacer justicia.
El marqués de Luján, deseoso de honrar al hombre que había sido su sombra fiel durante tantos años, le había ofrecido algo más que un regalo: una boda en los jardines del palacio, rodeado de los suyos, del servicio que tanto lo respetaba y de la nobleza que, aunque a veces distante, reconocía su valía. Era el broche perfecto… hasta que Rómulo decidió que aún había cuentas pendientes.
Fue durante los votos cuando todo se detuvo. Con el anillo entre los dedos, Rómulo alzó la vista. Su mirada se clavó en Leocadia. La mujer, que se mantenía siempre al margen pero jamás alejada, palideció.
“Durante años hemos creído en tu fidelidad. Pero la verdad es otra, Leocadia. Tú fuiste quien manipuló la tragedia que desangró a esta familia.”
El silencio fue absoluto. Nadie respiró. Emilia apretó los labios con fuerza, sin saber si el altar se convertía en tumba o renacimiento. Leocadia, por su parte, negó con la cabeza, pero su rostro lo delataba: lo sabía, Rómulo lo sabía todo.
En los días previos, el mayordomo había descubierto que Leocadia había comprado acciones clave de la empresa de Manuel, maniobrando en la sombra con una frialdad que no podía perdonar. Y no solo eso: ella había estado involucrada en un viejo secreto que implicaba al difunto marqués, a la herencia, y a una cadena de desgracias que aún dolía.
Aquella ceremonia, que debía ser su liberación, se convirtió en su redención. Rómulo se enfrentaba al poder desde su humanidad, y eso le confería una autoridad moral imbatible.
El marqués Alonso no intervino. Ni siquiera cuando la tensión parecía quebrar el aire. Dejó que Rómulo hablara. Y Rómulo habló. De la verdad, del perdón, del amor. Del deber de no callar cuando el silencio hiere más que cualquier palabra.
Al final, hubo boda. Sí, Rómulo se casó con Emilia, bajo el sol del jardín, con lágrimas en los ojos de todos. Incluso Petra, la gobernanta férrea que había intentado prohibir la presencia del servicio, acabó cediendo. María Fernández, Lope, Virtudes, todos estuvieron ahí. Porque no era solo una boda. Era el acto final de una vida de sacrificio. Y el comienzo de una nueva etapa.
Pero justo cuando parecía que todo estaba dicho, Emilia se desmayó. Los rostros se tensaron. Un médico fue llamado. Y en medio de la conmoción, una voz susurró: “Puede que no seamos solo dos los que comenzamos una nueva vida…”
¿Está Emilia esperando un hijo? ¿Será ese el milagro que el destino reservaba para Rómulo? ¿O es solo el inicio de una nueva amenaza?