“El fuego no se había extinguido, solo esperaba nuevo combustible.”
El capítulo 626 de La Promesa nos introduce en un lunes cargado de sombras, decisiones y un fuego subterráneo que empieza a arrasar con todo. En medio de un verano inclemente, el palacio no encuentra descanso, porque cada rincón se convierte en escenario de una nueva jugada, una nueva traición o un nuevo acto de valentía silenciosa.
Leocadia, humillada por la partida de Lisandro, despierta entre las cenizas de su anterior estrategia. Sentada en su austera habitación, con las manos entrelazadas sobre el regazo, saborea el amargo gusto del fracaso. Pero no tarda en levantarse. Una nueva idea ha germinado: si no puede vencer desde las sombras, lo hará de frente. Y su primer movimiento será proponer un nombre: Cristóbal Ballesteros. A simple vista, un candidato al puesto de mayordomo. Pero para ella, un posible peón. O tal vez, para todos, un espía disfrazado.
Mientras Alonso aún no se decide, la semilla de la duda ha sido sembrada con precisión quirúrgica. Leocadia, con voz suave y tono modulado, insinúa, empuja, manipula. Ante el cansancio del marqués, siembra imágenes de un Adriano frívolo, marioneta de su entorno, inmaduro para ostentar un título. Y lo que comienza como un comentario en voz baja, termina dejando un eco profundo en la mente de Alonso.
A su vez, Adriano —ajeno al veneno que corre por las venas del palacio— sigue siendo fiel a sí mismo: trabaja la tierra con sus propias manos, ignora el protocolo, vive sin máscaras. Pero su autenticidad, lejos de ser valorada, se convierte en un arma para sus enemigos. Leocadia ve en él una amenaza al orden que cree representar, y en Catalina una joven que debe ser domada. Pero Catalina no cede. Defiende a su esposo con dignidad, negándose a convertir el título en prisión.
Por otro lado, en las entrañas del servicio, una nueva batalla se cocina. Lope, impulsado por una promesa hecha a Vera, prepara una infiltración suicida en la casa de los duques de Carril. Con un mapa rudimentario, instrucciones precisas y el peso del recuerdo de la guerra, se despide del mundo conocido con una mezcla de miedo y determinación. Curro, su amigo, intenta detenerlo con palabras cargadas de amor fraternal. Pero Lope no cede. Para él, fallarle a Vera sería fallarse a sí mismo.
Lorenzo, siempre atento a manipular las emociones de los demás, vuelve a presionar. Esta vez, su objetivo es Ángela. Tras la agresión a un hombre que amenazaba su integridad, la cocinera recibe una nota: el pasado vuelve a tocar a su puerta. Lorenzo, con su habitual tono de falsa cordialidad, la insta a ir a casa del agredido, a “dar la cara”. Pero todos sabemos que cuando Lorenzo sugiere, en realidad ordena.
Y mientras la tensión crece, una chispa de luz brilla entre tanta oscuridad: la boda de Rómulo y Emilia. Es un acontecimiento que une al servicio, que despierta sonrisas sinceras y memorias compartidas. Las mujeres remiendan un vestido sencillo con cariño, los hombres aportan con orgullo una botella de buen vino. Pero Petra, como guardiana del clasismo y la severidad, amenaza con apagar esa luz. Para ella, los criados no deben cruzar la puerta de la iglesia. La felicidad, al parecer, no está en su lista de prioridades.
Rómulo intenta preparar el terreno para su marcha. Tranquiliza a Ricardo, prometiéndole el cargo de mayordomo. Pero ignora que Leocadia ya mueve sus hilos. Y que el tal Cristóbal Ballesteros, con rostro de desconocido y sonrisa discreta, podría convertirse en una figura clave. O en la chispa que incendie lo que queda del orden en La Promesa.
En este capítulo, cada personaje enfrenta un cruce de caminos: entre deber y deseo, entre orgullo y lealtad, entre pasado y redención. Los pasillos del palacio ya no son seguros, y las máscaras están a punto de caer.
¿Quién se revelará como traidor… y quién como héroe silencioso en esta partida sin reglas?